¿Por qué leés?
Toda mi vida me dejé llevar por la idea de que la función del lenguaje literario es principalmente el goce. El año pasado, entre angustia y confinamiento, por primera vez sentí que la literatura sirve.

Por María Constanza Celano López
Hace poco releí La sociedad literaria y del pastel de patata de Guernsey (una obra que vale la pena leer varias veces) y hubo un episodio que me llamó la atención y me hizo pensar algunas cuestiones ligadas a mi propia vida como lectora.
La novela transcurre mayormente en la isla de Guernsey, en el año 1946. Los isleños sostienen una regular correspondencia con Juliet Ashton, una escritora que vive en Londres y quiere conocer la historia de la ocupación. En una de sus cartas a Juliet, Eben Ramsey, un pescador, le cuenta que él nunca había leído literatura hasta que la ocupación alemana de alguna manera lo forzó a hacerlo. Entonces, se topó con Shakespeare y todo cambió. Porque, como él mismo indica, cuando los nazis llegaron a la isla, lo único que pudo hacer fue maldecir. Pero si hubiera conocido las palabras “el día luminoso ha terminado, y estamos destinados a las tinieblas”, se habría sentido, al menos, reconfortado.
Toda mi vida leí literatura. Desde que pude hacer lecturas autónomas, siempre leí especialmente narrativa, ocasionalmente lírica. Empecé mi recorrido con Elsa Bornemann, Roald Dahl, Michael Ende y Julio Verne, y quedé para siempre atrapada en sus mundos imaginarios, que a veces me parecían más reales que el mundo que me rodeaba. Adquirí el hábito casi obsesivo de leer a todas horas, así como la práctica imposibilidad de desprenderme del libro.
La adolescencia me llevó por el camino del género fantástico y todas sus variantes, y mis hábitos de lectura se sostuvieron.
Cuando terminé el secundario, el siguiente paso lógico era estudiar algo relacionado con la literatura, así que me inscribí en la carrera de Letras y seguí leyendo, tanto por placer como por obligación.
En todos esos casos, nunca me pregunté por qué leía. La literatura siempre fue un hecho en mi vida, como para otros lo es jugar al fútbol, dibujar o tocar la guitarra.
De alguna manera, la pandemia me trajo la respuesta a una pregunta que no me había hecho nunca. El asunto es que durante toda mi vida lectora, desde pequeña, mi gusto literario se decantó por el género fantástico en todas sus variantes. Desde Shelley hasta Stephen King, la vida me llevó siempre por los relatos macabros, oscuros, deformadores. Durante un período lo único que leí fue a H. P. Lovecraft y su cosmogonía monstruosa. Lo incorporé al programa de estudios de tercer año y propagué su palabra como quien predica la palabra de Dios.
Pero durante la pandemia empecé y dejé dos veces En las montañas de la locura. También quise aprovechar para releer Ojos de fuego, de Stephen King y lo abandoné a las cinco páginas. Me recomendaron Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez y solo alcancé a leer el 16% de la novela, según indica el Kindle. Mi género favorito me había dado la espalda.
El asunto es que desde que inició la pandemia mis lecturas se volvieron inusuales. Hice un pasaje por toda la bibliografía de Jane Austen, en muchos casos releyendo novelas que ya había leído hasta dos veces. Leí por primera vez Mujercitas, Jane Eyre y Cumbres borrascosas. Cuando los clásicos se agotaron, en castellano y en inglés, me incliné hacia obras más polémicas como la trilogía de Bridget Jones (maravillosas lecturas, pero eso es material para otro día).
Y ahí entendí por qué leía. No antes, no de chica cuando me quedaba despierta a la madrugada leyendo, aterrada, tapada hasta la cabeza y atenta al menor ruido de la casa dormida. No antes, no de adolescente cuando aterraba a mi hermana porque hablaba dormida algún residuo diurno de una novela. Ni siquiera de jovencita, cuando la carrera me llevó a hacer lecturas obligadas, y tuve que pasar noches en vela tratando de avanzar con Almas Muertas y sus interminables descripciones. Tampoco cuando empecé a elegir lecturas para mis alumnos y releía ávidamente para asegurarme de que la elección se ajustara a los contenidos (o los contenidos se ajustaran a mi elección).
No. Todas esas lecturas tuvieron su razón de ser en su momento, pero eso se había terminado. La respuesta era ahora, en este mundo pandémico y apocalíptico. ¿Por qué leemos? ¿Por qué leo?
Entendí que leo porque me hace sentir reconfortada. La narrativa victoriana de Austen me cobijó mientras la OMS declaraba que estábamos en estado de pandemia. Los conflictos fraternales de Alcott me atraparon mientras el presidente indicaba que se suspendían las clases presenciales. Los complejos inexplicables de Fielding me identificaron cuando tuvimos que interrumpir la circulación para evitar la propagación de un virus desconocido.
Desde ese momento, cuando alguien me pide que le recomiende un libro, siempre pregunto primero: “¿Por qué leés?”. Si su respuesta es tan utilitaria como la mía, entonces ya sé por dónde dirigirlo.
@connie.ta
* Ilustración de la portada: @mulata.dcv
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