¿Cuántas veces nos hemos parado a pensar en los primeros momentos cómo mamás? De qué manera nos sentimos la primera vez que vimos a nuestros pequeños, qué sensaciones tuvimos… A veces, las primeras reminiscencias no son las mejores, hay que revivirlas, dejarnos atravesar por esas sensaciones negativas y no sentirnos culpables, porque ser madres está lleno de sombras, de grises, de colores. No todo es “color de rosa”.
Por Verónica “Wera” Taft
Si alguien le preguntara qué es lo primero que recuerda de su bebé, no podría responder enseguida. Tampoco es que alguien iba a venir a preguntarle eso. ¿Por qué será que nadie se pregunta sobre esas cuestiones?, pensaba y barría el piso del comedor.
Mientras recogía juguetes y seguía “barre que te barre”, sentía que era tiempo de detenerse y recordar. Volver a esos primeros momentos. Y sus recuerdos no estarían llenos de amor, de magia, con mariposas volando, pajaritos piando, abejitas zumbando y flores por todas partes. Todo color de rosa. No.
No.
En su caso, eran recuerdos llenos de dolor, de angustia, de tristeza, de incertidumbre, con preguntas de todo tipo.
De su primera hija recordaba el miedo a la cesárea. La ansiedad de someterse por primera vez a una operación de alto riesgo. ¿Dónde quedaba, entonces, la emoción de conocer a su bebé por primera vez?
Después, recordaría que no la escuchó llorar apenas nació. ¿Por qué no llora?, fue el único pensamiento que se le cruzó. Luego el llanto, pero que la vio tarde, cuando el neonatólogo se la devolvió a las enfermeras. La vio por apenas unos segundos. Casi no retuvo su carita. No entendía nada de lo que pasaba. ¿Y las mariposas volando? ¿Y el amor incondicional? Ausentes sin causa. O más bien con causa, porque no había motivo para festejar si estaba atada de manos en la mesa de operaciones mientras dos médicos discutían si había quedado o no un algodón dentro de su útero (resopló y la escoba levantó polvo).
El siguiente recuerdo es la bebé prendida a la teta. “No todos los recuerdos son malos”, sonrió y agarró la pala para levantar la basura.
Otra imagen se asomó: la bebé color naranja, que en modo de chiste fácil y para disfrazar el miedo de que algo le pasaba, le decían la “Naranjita Mecánica”; la internación en Neo porque tenía alto el nivel de bilirrubina; la primera noche que no pudo estar con ella, tan pequeñita, desvalida y frágil, porque no había lugar en Neo; la rabia, la frustración de no poder darle leche materna y que le encajaran leche de fórmula a una bebé de una semana; que una de las enfermeras le dijera “se queda con hambre, es que tu leche no la alimenta” (gracias, era justo lo que ella estaba necesitando en ese momento de puerperio furioso y la escoba escarbó el piso); el alta en Neo; la llegada a la casa y la familia venida desde otra provincia que, en lugar de ayudar, enquilombó todo (apretó los labios y barrió más despacio, como mimando el alma).
El comentario del pediatra en los controles luego de la internación: “Cuidala bien. No, si vos la vas a cuidar. Está bien”. (Gracias por la confianza, doc. Solo estoy puérpera, no se preocupe, ¿eh? Un capo el pediatra, pensaba, y otra vez la escoba presionando el suelo barrido).
Y así podría seguir, rememorando las dificultades de su primer mes como madre.
Con su segundo bebé, los recuerdos son otros: entrar en quirófano para la segunda cesárea hablando en inglés; que le muestren al bebé (esta vez sí lloraba) y, luego, pasar dos horas en la sala de recuperación sin que nadie le dijera qué le pasaba a ese ser recién nacido. Solo una enferma le dijo que ya se lo traían porque estaba con una infección (¿What? ¿Infección de qué?). Se lo dijo así no más, en un broken english. Ella se quedó con más miedos, más angustias. Supongo que saben lo que hacen, se dijo, un poco mareada por la anestesia (ya no barría, ahora cerraba la bolsa de basura, que quedó atada con un doble nudo feroz).
Los recuerdos se suceden: la primera vez que el bebé se prendió a la teta, los efectos secundarios de la anestesia, la culpa de querer dormir sola, sola, sola, aunque sea una vez y dejar que las enfermeras se lleven al pequeño a la nursery al menos la primera noche. Todavía sentía la mezcla de emociones que le provocó permitir que el pequeñito no durmiera con ella. El consuelo lo encontró en dos cosas: por un lado, ella estaba realmente mal por la anestesia (vomitó, estaba mareada y no podía caminar ni pensar con claridad, era peligroso tener al bebé en ese estado) y por el otro, que le iban a dar leche materna del banco del hospital (¡Qué loco! Leche de otra mamá fue lo que tomó la primera noche de su vida, reflexionaba y acomodaba los juguetes que estaban arriba del sillón, mientras se le mezclaban los sentimientos de agradecimiento y celos en la panza).
La vergüenza que sintió cuando la pediatra en el control le dijo que debía vestir al bebé. El nene había nacido en verano, hacía calor dentro del hospital y todos los bebés estaban todos envueltos en mantas de abrigo. Ella lo había llevado solo con el pañal. A partir de ahí, lo vestía con un body y lo envolvía para llevarlo a los controles. (Resopló y terminó de guardar los juguetes).
La internación con el pequeño en el hospital duró hasta el quinto día de nacido y una semana más tarde, quedó internado por ictericia igual que su hermana (se había cansado de pedir que le hicieran los análisis en el primer hospital porque ella estaba segura de que el bebé estaba demasiado amarillo y todos le dijeron que se le iba a ir). Tres días otra vez, pero en esta ocasión se pudo quedar con él desde el principio. Y fue en otro hospital donde no todo el personal hablaba inglés.
Y de nuevo los errores que siempre arruinan la lactancia: sacarse leche para ver cuánto toma el bebé. Suplementar con fórmula para que suba de peso. Todo muy lindo, pero nadie se tomó un segundo para enseñarle. Menos mal que para esta vez había leído todos los libros de lactancia que encontró. No les hizo mucho caso una vez fuera del hospital. En su casa, entre el quilombo de los celos de la hermana mayor, los puntos de la cesárea, las visitas de la midwife*, la pandemia y demás, ella se pegaba al pequeño a la teta y así logró lo que siempre quiso: que subiera de peso maravillosamente solo con teta (la sonrisa no le entraba en la cara, era el orgullo de madre personificado ordenando la casa).
Bueno, se dijo. No todos los recuerdos son malos. Pero son los que duelen los que dejan cicatriz, como las dos cesáreas.
Mientras sacaba los platos del lavavajillas, siguió recordando (qué bueno que en este país puedo tener lavavajillas. Uy… este plato quedó con grasa. Bueno, ahora lo lavo, pensaba mientras ponía el plato en la bacha) los controles con las pediatras que estaban de turno y las caras frías sin mucha expresión cuando ella decía que el bebé solo tomaba teta (only breastfeeding, repetía orgullosa detrás del barbijo).
Y así entre recuerdo y recuerdo, pensamiento y reflexión, terminó de barrer, guardar platos, vasos, cubiertos, ollas y tazas, lavó el plato engrasado, le sirvió comida a las gatas, regó las plantas, puso agua a calentar, llenó con yerba nueva el mate (uno de mis pocos lujos en este país todavía ajeno, se dijo con una sonrisa), sacó los pañales del lavarropas, los colgó, puso una tanda más de ropa para lavar, le dio una mirada al pequeño que dormía y así se le fue la mañana.
Y el muchachito se despertó y pidió teta. El agua del mate se enfrió. Y ella ya no tuvo tiempo de seguir recordando. Tuvo que volver al aquí y ahora, porque al final de cuentas es como dice la canción: Solamente el momento en que estás, sí, el presente, el presente y nada más.
Nota: en Polonia las environmental midwife (parteras a domicilio por traducción literal;polozna srodowiskowa en polaco) son enfermeras con especialización en lactancia. Por ley y de manera gratuita, deben visitar a las madres recién paridas en sus domicilios para controlar la correcta cicatrización de cirugías si hubiere, ayudar en la lactancia y controlar el peso del recién nacido, entre otras cuestiones.
Me pueden encontrar en Instagram: @vero.taft
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